ha nutrido
sus versos de la materia escurridiza, reveladora y
atroz,
ensoñadora y erótica, de la noche. Pocos poetas colombianos,
en esta
perspectiva, han continuado tan certera
y
obsesivamente el rumbo propuesto por el Silva nocturno.
He aquí la noche
Y su selva de múltiples ojos,
Apaleados inquilinos
De grandes desahucios
Taciturnos niños de barriada
Y Otros ángeles ruinosos.
La geografía
de Luna de ciegos, Los ladrones nocturnos y Ciudadano
de la noche, que podría
completarse con Señal de cuervos
y País secreto, es sin duda una
de las más ricas de la poesía
colombiana.
Valdría la pena hacer un periplo por ella para
saber que
estamos ante un poeta hundido de cara en las verdades
más
universales, las del amor y la soledad por ejemplo,
pero
también ante un horizonte que va enturbiándose con
la
violencia. Es como si esa puerta abierta
a la noche que es el
poema,
inundado de rumores que anuncian la llegada del
asombro,
estuviese abierto a los horrores de la vigilia.
La
inmersión en un país de espanto es progresiva en
estos
primeros libros. Resulta revelador, muestra del oficio
del poeta,
de quien sabe desde un principio que más que
escribir
un poema o un libro de poemas está levantando
una obra,
observar las facetas de esta paulatina construcción
de una
morada. Una morada que está, por un lado,
regada de
surreales efluvios noctívagos pero que, por el
otro, no
olvida el desangramiento de un país.
13
Nuestro país, (si es que alguna vez ha sido nuestro),
No perdona la risa de sus niños.
Cada mañana un cadáver en las plazas.
Cada noche mujeres visitadas por el miedo
Que golpea las ventanas. Cada palabra:
Un pájaro tocado por la muerte en pleno vuelo.
En varios
poemas que confirman la violencia hay una
ausencia
de coordenadas locales. Porque se trata de auscultar
el miedo,
y no hay impresión más ajena a los localismos
que este
visitante de todos los días. Al miedo, de hecho,
está
dedicada la última sección de Los
ladrones nocturnos.
Poemas que
por su voluntaria factura prosística preparan
Señal de cuervos, tal vez el
punto más alto en toda la producción
de Roca.
Pero en
otros poemas aparece una cierta parafernalia
del mundo
andino. En “Jinetes”, por ejemplo, brotan los
alcoholes
y los bandoleros del país de la guadua,y las bandolas
y las
totumas de aguardiente. En “Sagas” se delinean
esas
señoras, damas apolilladas por el tiempo y rodeadas de gordura
hasta el cogote, que son
símbolos de un poder matriarcal
en medio
de un país enraizado en la guerra. Estas evocaciones
atraviesan
Luna de ciegos y hacen pensar, por un
juego de
resonancias intertextuales, de la que la poesía de
Roca es
por lo demás incesantemente rica, en esas mamás
grandes
que representan una de las formas de la barbarie
regional
colombiana.
No hay que
desconocer que el fondo sobre el que planean
estos
augurios y estos presagios, estas epifanías y
estos
hallazgos, estos monólogos y estas canciones de la
noche, es
la Colombia del Frente Nacional. Un país que se
14
va
llenando de desaparecidos y torturados. El país de las
persecuciones
y las masacres cometidas por las fuerzas del
Estado,
las guerrillas, el narcotráfico y el paramilitarismo.
El país
que cerró con una represión feroz las ventanas por
donde pudo
haberse asomado una sociedad más justa y
democrática.
La poesía de Juan Manuel Roca, como pocas
en su
momento y este es uno de sus más importantes
atributos,
da cuenta de esta cartografía del terror y de la
profunda
frustración que ha dejado en el imaginario literario
colombiano.
Me hago hermano del hermano de los
muertos,
dice en Señal de cuervos. Para luego
concluir: Mi país, noche
emboscada.
Pero en
Roca, hay que repetirlo, no hay nominaciones
precisas
de horizontes nacionales de la infamia. En estos
poemas
vislumbramos más bien a un yo lírico que, inclinado
sobre la
noche vaporosa del Saint-John Perse de Elogios,
transita
paisajes mefíticos. Empujado por el viento, porque
la noche
también se forja de este elemento viajero, lo que
termina
levantando el poeta es un mapa del desarraigo que,
inevitablemente
y en la medida en que avanzamos en estos
primeros
libros, se empapa de sangre.
Toda la noche he viajado
Buscando la aldea
Y la orquesta ha tocado una canción
Que habla de mujeres muertas
Entre frutas jugosas.
La luna está en sazón y algunos hombres
Amanecen con la boca llena de hormigas
Junto a un fetiche alfilerado.
15
En Tres caras de la luna están algunos de
los perfiles más
sobresalientes
que modelan la poética de Juan Manuel
Roca. Uno
de ellos es la música. La música que, al principio,
pareciera
ser el trasunto de los sonidos de un violín
desvencijado.
Porque una desafinación ebria, como letanía
de
infantes miserables, es de algún modo la atmósfera sonora
que
sostiene Luna de ciegos. Y es como si esta música
se
metamorfoseara brutalmente en esas pelotas de lata que
patean los
ciegos en uno de los poemas más desoladores
de Los ladrones nocturnos.
Los niños ciegos reemplazaban el balón por una caja de lata y
jugaban con el ruido. Cuando el ruido rodaba hacia algún lugar
del patio, los niños lo perseguían, lo pateaban corriendo
entre las
sombras.
Con todo,
a pesar de estos contornos permanentes del
abandono,
Roca no es un poeta que sucumbe a la tristeza.
Quizás por
esta razón es que la música al final de Ciudadano
de la noche se vuelve la
emisaria de la fiesta. “Oyendo a
Louis
Armstrong” da cuenta de una historia turbulenta de
linchamientos,
pero es también un homenaje a quienes son
capaces de
poner a bailar en medio de la crueldad. Y bailar
en Roca
es, sobre todo, un acto de fe. La música, igualmente,
ayuda a la
recordación de tantos amigos diluidos. Ella es la
amplia casa cuyas puertas se abren / A olvidados paraísos.
Otro
elemento que llama la atención, por su recurrencia
y los
matices expresionistas que acompañan su acabado, es
el
caballo. Símbolo de la vida, erguida criatura del sueño, la
libertad
es lo que encarna. Y en este sentido, hay una reminiscencia
del
Guernica de Picasso. Roca, sin embargo, fiel
16
a su
búsqueda imaginativa, se apertrecha en este animal cuyas
crines son
trazadas más bien por un enigmático palique
de ciegos.
Ciegos que otorgan un no sé qué de inquietante
toque
surrealista a esta poesía. Varias, de todas maneras,
son las
procedencias del caballo en Tres caras de
la luna. En
“Helen
Keller” trota en aguas abisales y hace pensar en
Aurelio
Arturo y en sus jóvenes caballos hundidos en las
noches
mestizas de resplandores dorados.
Pero más
adelante, como corresponde al avance paulatino
por
regiones manchadas de sangre, el caballo va volviéndose
fúnebre en
esta larga noche labrada por el miedo. Una
alusión a
matanzas de caballos en “Vigilante” nos sumerge
en el aire
atormentado de Los ladrones nocturnos. Aunque si
hay una
criatura ambigua, lomo y cuello arduos de enlazar,
o al menos
capaz de suscitar diversos significados en estos
libros, es
el caballo. Por un lado, humea agua; por otro,
pende de
un hilo invisible en un dibujo. Y es que, en realidad,
los
caballos de Roca parecieran estar más forjados
de sonidos
que de colores. Lo cual los torna, acaso, más
indomables.
La noche
de Roca solo puede ser recorrida por el galope
de un
caballo cuyo jinete es también invisible. Sin embargo,
hay
algunos caballos que orientan el rumbo del poeta. Se
trata de
los pintados por Augusto Rendón.
Poesía y
pintura, sabemos, es una de las correspondencias,
al modo
que lo sugería Baudelaire, más visitadas por
Roca. En Tres caras de la luna aparece con
nitidez lo que después
será una
permanencia en Un violín para Chagall, uno de
sus libros
que abriría un camino sugestivo emprendido por
poetas más
jóvenes como Ramón Cote y Nelson Romero.
17
Un poema
como “Memoria de negras cacerías” se lee con
la imagen
de los equinos formidables y lóbregos pintados
por Rendón
a nuestro lado.
Por los corredores del tiempo
Oigo caballos sin freno galopando
Sobre los cráneos de los muertos,
Las crines mojadas por la lluvia
Y el sonoro latigazo en los ijares:
Los cascos enrojecidos
Al regreso de la fiesta.
Y este
mismo caballo de Rendón es quien propicia en
Los ladrones nocturnos el hecho de que
sea la orina espesa de
una yegua
el rastro indeleble que marca los espacios de un
país como
Colombia, cercado de sangre y cubierto de algas
y
cuchillos.
Podríamos
extendermos en la vecindad del caballo en
Roca y
hablar del fantasmal animal que atraviesa los parajes
de Comala
jineteado por Miguel Páramo. Y a partir
de allí,
señalar lecturas esenciales que marcaron la sensibilidad
del joven
escritor. Y en esta vía, referirse al eco
persiano
que se escucha al leer “Galopar” de Los
ladrones
nocturnos. En el Yo tuve un caballo. Era su crin espesa. Sus ojos
diurnos en la noche del colombiano,
se inmiscuye el Yo amé
un caballo –quién era– me miraba de frente, bajo sus mechas del
francés. Y decir que mientras que en el caballo del niño
de
Perse hay
lunas marcadas en los costados, en el de Roca se
dibuja un
paisaje nocturno en sus ojos. Sé, por supuesto,
que en los
dos poemas se perfilan circunstancias diversas:
el de
Perse se funda en una rememoración de infancia en
18
las
Antillas, mientras que en Roca hay territorios que hablan
de
destierros.
La mujer,
como clave para descifrar los misterios de la
noche, es
otro de los rasgos de esta poesía. Y más que la
mujer,
como entidad protectora o motivo de extravío, lo
que
remitiría a las mujeres de fuego de Nerval, lo de Roca
es
vislumbre del sexo femenino como metáfora de la noche.
Si bien la noche oscurece la roja flor del corazón, también
está
atrapada, como un mapa que orienta y consuela, entre
los muslos
amados. Incluso es a partir de las piernas abiertas
de una
muchacha que fluye la noche como un bosque
tibio. En Ciudadano de la noche el tema del
erotismo y del
amor se
hace más persistente y es el motivo fundamental
de algunos
de sus poemas.
Este libro
sesgado de tantos matices marca los límites
de un
trayecto de sombras que Roca, repito, se ha forjado
con un
interés único en el contexto poético colombiano.
De modo
similar, Ciudadano de la noche actúa como una especie
de
pasadizo que se asoma a lo que vendrá después.
Aquí
aparecen los primeros monólogos, el de la bailarina y
la gitana,
el del volatinero y el sastre, que ayudan a entender
cómo la poética
de Roca se afirma y busca, a su vez, otras
formas de
enfrentar sus principales preocupaciones literarias.
Se va
dejando entonces el panorama de un territorio
que gotea
sangre para entrar a otro en el que la fábula y la
imaginación
campean, y el juego de referencias culturales
se
presenta con una riqueza impresionante.
En Ciudadano de la noche aparece, además, “Penélope
y el
olvido”,
que es la piedra de toque del libro que más tarde
hará
conocer a Roca en el panorama latinoamericano: Las
19
hipótesis de nadie. Basta leer este
poema para comprender
que el
tema de la orfandad del hombre, de su invisibilidad
original,
que es como un estigma terrible y a la vez su real
salvación,
es una veta que el Roca de la madurez ha retomado
para
escribir uno de sus libros más elogiados por la
crítica.
Llegó nadie.
Desde un mapa de la nada, llegó nadie.
Se agitaron las ramas, los rastrojos,
Y la luna de nácar
Brilló sobre el país de los lotófagos.
El verdadero
poeta, aquel que recordamos con gratitud,
es quien
arraiga un estilo, quien perfecciona una voz con
una
sapiencia no exenta de delirio. Por ello, el Roca de estos
primeros
libros es tan convincente. Ha auscultado en
su entorno
y ha encontrado la noche y sus variadas caras.
Y en ella
hay ciegos, caballos, libros, trenes, una música
entrañable
y muchachas que bailan y secretan la oscura
sustancia
en la que todo este universo está envuelta. Están
también
César Vallejo, Borges y Chagall. Y un enorme país
que es
como una inmensa llaga fragmentada. Para nombrarlo,
Roca sabe, no obstante, que
la palabra es escurridiza y evasiva.
.