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La serena hierba
Horacio Benavides
Premio Nacional de Literatura-Poesía 2013
Prólogo de Juan Manuel Roca
(Texto más adelante)
(Texto más adelante)
Poemas. Colección Sílabas
del viento
Formato: 21.5 x 14 cms. Páginas: 244
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Pequeños cuadros o miniaturas
espléndidas trazadas con un finísimo pincel, los poemas de Horacio Benavides me
recuerdan maravillas japonesas. En este bello libro, La serena hierba,
Benavides no es el niño que mira con asombro la vida diaria, sino una suerte de
sabio que cuidadosamente estudia a las gentes del pueblo, sus trabajos y sus
días, las fieras en movimiento, los animales domésticos, las aves que puntean
el aire, las flores que no olvidan el color, en fin, un mundo elemental con el
que es fraterno, y al cual, con base en imágenes y metáforas de una sencillez
honda, de giros repentinos, de pequeñas sorpresas, lo dibuja con una delicadeza
que nos conmueve.
En sus bellos poemas de amor la
mujer se halla en la plenitud de su luz o en el llamado del vacío. Hay asimismo
aquí destellos anacreónticos por las muchachas leves, el recuerdo triste por
los parientes idos y el gusto esencial por los alimentos terrestres.
Al nombrar con gran belleza el
mundo que lo rodea, Horacio Benavides lo encarnó para que lo viéramos y lo
viviéramos. Desde la primera vez que la leí su poesía me pareció tocada por el
ángel.
Marco Antonio Campos
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Horacio Benavides (Texto en la solapa del libro)
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Horacio
Benavides
Nació en Bolívar, Cauca,
Colombia, 1949.
Vive en Cali, ciudad donde
realiza talleres de poesía con niños y jóvenes.
Libros de poemas publicados:
Orígenes, Las cosas perdidas, Agua de la orilla, Sombra de agua, La aldea
desvelada, Sin razón florecer (Premio Nacional de Poesía Instituto Distrital de
Cultura de Bogotá, 2001), Todo lugar para el desencuentro (Premio nacional de
Poesía Eduardo Cote Lamus, 2005), De una a otra montaña (Poesía reunida,
Universidad Nacional de Colombia, 2008), La serena hierba, antología, Monte
Ávila, 2011.
Ha publicado también los libros
de adivinanzas: Agua pasó por aquí, y Ábrete grano pequeño.
Su libro La serena hierba
recibió el Premio Nacional de Poesía 2013 del Ministerio de Cultura de
Colombia.
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PRÓLOGO
Por Juan Manuel Roca
Leyendo
el primer ciclo de poemas de este libro de Horacio Benavides, “Las cosas
perdidas”, que de alguna manera son las cosas que simulan ya no estar, pienso
en esos animales que practican la tanatosis, el fingimiento de sus muertes para
volver a andar ante nuestra mirada sorprendida.
Así
parece funcionar a veces la memoria que, de pronto, vuelve a soplar en las
cenizas del recuerdo para atrapar hechos, objetos, personas o animales
perdidos.
De
la infancia del poeta proceden muchas de estas cosas escondidas entre los
pliegues de algunas noches memoriosas del campo, de noches cerradas cargadas de
historias de aparecidos, en un orbe rural en el que animales y personas vivían
a orillas del mito.
A
veces es el niño de su poema “Con los pies al revés”, es el niño que “narra la
pérdida de lo que no ha tenido”, como nos ocurre a todos con el Paraíso y como
le ocurre a nuestro poeta con las tierras de nadie. Como los paisajes
desplazados en la memoria de los expulsados de todas las sucesivas violencias.
La
palabra de Benavides funciona como anzuelo para pescar imágenes almacenadas y
salvadas de los muchos naufragios del tiempo. La parcela del sur del Cauca que
lo habita guarda el paso discreto de su padre, un viejo arriero trocado en
cafetero y con los tiempos, que son los de tantas colectividades campesinas del
país, transterrado a la ciudad pero arraigado en los recodos de su silencio.
Su
regreso al país perdido no se da privativamente en la palabra. Se da también en
su andadura por el mundo y es por eso que su poesía es como un retorno a casa.
Así lo dice en un fragmento de uno de sus más emblemáticos poemas: “Siempre
entramos en la casa con los ojos cerrados” (“La casa”). Merodear en la morada de la infancia siempre tiene un
sentido de retorno. Es como entrar en uno mismo, como lo hacemos en el sueño o
en un ámbito resguardado que siempre nos acompaña aunque permanezca oculto a
los demás.
Todo
ocurre como por ensalmo en esta poesía. Todo crece por rizoma. Y fluye como el
agua, que es uno de los elementos primordiales de su virtuosa escritura. Sus
aguas, como el poema mismo, duplican la flor pero ocultan su sombra. En la
palabra de Benavides la rosa es nombrada y desnombrada en la pizarra del agua.
De
la misma manera, cuando habla de la cadmia que aroma tantos espacios del Valle
del Cauca, parece decirnos que la sombra, más que un espejo negro, es un
perfume, el eco de un olor. Y en cada una de estas instancias que ligan de
nuevo al hombre y la naturaleza, en cada intento por tejer con hilo de cáñamo
su destino común, sorprende la compleja sencillez de sus versos, algo que lo
emparenta con Aurelio Arturo y con el ascetismo de una lengua rumorosa.
Todo
resulta sopesado y, sin embargo, no se le ven las costuras de su ropaje
ascético, no se ve el gobierno tiránico al que muchos someten desde la
parquedad preconcebida a sus versos, hasta dejar en simples bocetos lo que
suponen esencial. Un buen ejemplo, su poema “El arroz”, en el que dice que “Es
como el bajo/ en la orquesta/ blancura propicia/ a la melodía/ hermosura
blanca”. Resulta muy atinada esa analogía, una imagen que le otorga a una
comida modesta una condición armónica, un equilibrio musical: el arroz, como el
bajo de una orquesta aporta su discresión, no parece un instrumento primordial
pero ejerce una segura compañía.
Algo
de todo esto hay en su poesía: su palabra no se impone, se insinúa; no disputa
con el tema de sus versos, acompaña; no restalla entre efectos sonoros, más
bien adelgaza o asordina su voz y canta a capela.
Si
hay algo a todas luces celebrable en los poemas de este libro es su serena
musicalidad, su transcurrir casi mimético entre objetos, animales y hombres, y
en la posible hermandad de sus silencios. Y lo hace aún cuando habla de las
chicharras que estallan de música, en algo que podríamos llamar las ofrendas
del verano.
Recurro
a un juego semejante a las adivinazas, que son la niñez de las metáforas. Y me
pregunto, ¿si este poeta fuera un objeto que objeto sería? Un anzuelo. ¿Si
fuera un elemento, qué elemento sería? Viento del sur. ¿Si fuera animal que
animal sería? Un animal rizófago, alguien que se alimenta de raíces, unas
raices que se adentran en su mundo ancestral.
Todo
esto lo señalo en las vecindades adivinatorias que el poeta propicia en algunos
de sus poemas a la niñez. Los cuentos de la infancia vueltos a contar desde el
poema hacen un tránsito que recuerda con Huizinga que el juego es anterior a la
cultura. Tal vez por esto los niños conocen, antes de saberlo concientemente,
mundos y ensueños originarios. Esto es algo que también entra en el registro de
su poesía.
A
propósito de animales, sería difícil trascribir todos los que atrapa en su
amplio bestiario. El caballo que brota de las leyendas, el murciélado que es un
dios nocturno y un mendigo de día, el grillo aserrador del mediodía, el felino
que aún siendo casero nos recuerda en su talante de anarquista de los tejados
que uno nunca acaba de tener un gato.
Entre
rumores, murmullos y aletajes hay palomas que entran al sueño buscando un poco
de luz, la lagartija que aparece en una imagen bella y poderosa parece venida
de otro mundo, es un escurridizo animal que siempre parece escabullirce por una
fisura hacia una realidad otra. Todos son convocados a un arca de bahareque,
humilde pero salvadora, en sus certeros poemas.
Así,
su poema sobre el reloj, donde un pájaro “picotea y picotea el tiempo sin
romperlo”, de alguna manera tiene que ver con la forma como Benavides parece
apacentar los días desde una contemplación un tanto taoista. Al tiempo, que se
come las migas de pan que dejamos regadas para no olvidar el camino, el hombre,
en su afán de devorar las horas como Saturno a sus hijos, ha intentado
reemplazarlo por un reloj mecánico e implacable.
El
tiempo lento, ralentizado de los poemas de “La serena hierba”, ejerce su
discreto señorío, parece envuelto en la paciencia de quien sabe con William
Blake que “crear una flor es trabajo de siglos”.
Así
como Horacio tiene ojos para las pequeñas cosas, para lograr ver “la sombra de
agua” y detenerse ante el escarabajo dorado, tiene una mirada fraterna hacia el
hombre, hacia sus labores, hacia las muchachas a las que el día lunes les corta
las alas antes de volver a los oficios y
menesteres en las cocinas ajenas. Y ojos, también, para traer del pasado a
viejos arrieros de mulas y sueños, como el padre hecho de largos silencios con
“su sonrisa de indio” que sonríe con dolor.
En
ese trato con las personas, lo mismo puede hablar de las entidades fabuladas
como Ulises, que se nos ha vuelto desde las sagas homéricas un referente
familiar, que de las gentes corrientes recordadas en medio de una vívida
pesadilla: Juan Chilito, Pedro Daza, fantasmas en un paisaje un tanto rulfiano
con ladrido de perros y temores, que parecen fundar un mito nocturno al llamado
de la madre. O, en otro paraje, Evelio Silva, una presencia perseguida e
inmersa en ese “horizonte de perros” del que hablara García Lorca, recorre
paisajes habituales donde los hombres parecen de la misma materia de los
sueños.
Desde
su clara y despojada búsqueda, Horacio Benavides nos entrega un deseo que
hacemos común y que en sus palabras se renueva de manera serena. En el litigio
que vivimos con nosotros mismos como habitantes en tránsito del cuerpo pero
habitados por un alma, con una suerte de oración o de pulso de trascendencia
nos acompaña: “Ah si el alma/ pudiera despedirse/amistosamente del cuerpo. / Si
le dejara dormido/ y saliera en puntillas/ como una madre que se aleja/. Ah si
el alma olvidara/ mutuas ofensas/ viejos rencores...”
Es
su ciclo titulado “La aldea desvelada”, en su febril fantasmario de entre casa
recava la ambición del poeta por
desdoblarse, por volver e poner en el centro de su pensamiento que el hombre no
tendría por qué aceptar la escisión entre él y la naturaleza, una ruptura
muchas veces interpuesta por el aturdimiento colectivo a nombre del progreso.
Es allí donde su raigambre campesina, como ocurre con Juan Rulfo o con César
Vallejo, se rebela sin alardes.
De
esa falta de énfasis nos habla el poema “Dices lo que no dices”, que cito en su
totalidad: “Déjame oirte/ cuando no me dices nada/ Tu boca canta/ lo que calla/
Tu cuerpo desnudo/ narra lo invisible/ Déjame tocarte sin tocarte”.
En
la libertad que nos entrega la poesía, y a lo mejor traicionando la intención
del poeta, podríamos pensar en una suerte de arte poética, quizá dándole una
vuelta de tuerca a un tema en rigor amoroso. De tal manera el anterior poema
nos revelaría mucho del quehacer estético de Horacio Benavides. Porque es bueno
que al ensalmo de la palabra oigamos lo que no se nos dice, escuchemos el canto
de lo que se calla, la memoria de lo que no vemos y recobremos el tacto que es
memoria.
En
relación con la muerte, desde la escena de una despedida en la que las gentes
del Cauca “empujan la canoa del muerto/ la cabeza en la proa/ los pies en la
popa/ en el río que corre hascia el oeste” y a quien le dan una provisión de
agua en calabazo y pan, a las muertes de nuestra más reciente violencia, hay un
amplio lago sin orillas.
Horacio
Benavides ha vuelto los ojos a un mundo rural pero no privativamente desde su
adánica desnudez, no solo desde un ámbito balsámico bebido en las fuentes del
sur. En el dolido y espoleado campo del
país y de sus versos, un sin nombre, un nadie, un N.N., exhibe sin quererlo su
desamparo: ahora, parece decirnos, el sin nombre tendrá una cruz como la que
trazaba como firma, sobre su cuerpo. Desde su registro minimalista de sucesos,
ajeno a la verbosidad de uso tan corriente en la poesía colombiana, el poeta
traza sin obviedades ni aspavientos un cuadro de la enquistada violencia, de su
teratológica insistencia.
Benavides
sabe que el mundo rural ahora es el campo minado de una turbia realidad y que
caminar por las palabras que lo nombran, como si fueran piedras, es un tránsito
riesgoso. El riesgo de ser emboscado por el ultraje cuando acudimos a la
fiesta. “Y cuando estamos en medio de la vida, osa llorar la muerte en medio de
nosotros”, decía Rilke.
Hay
un poema de esa procedencia, que resulta una dura meditación (“Yo que iba para
la fiesta”). Sobrecoge por los elementos elegidos para hablar de la muerte
violenta: “Había comprado estos zapatos blancos/ esta ropa blanca para ir a la
fiesta/ y la sangre de mi hermano/ ha salpicado la manga de mi pantalón./ Y ya
es muy tarde para volver al almacén/ y no tengo ropa limpia en la casa/ y cómo
salta el rojo sobre el blanco./ Seguramente ya arde la fiesta/ y el alcohol
corre como el agua./ Y para colmo/ la sangre de mi hermano/ ha manchado mi
camisa blanca/ aquí en el pecho”.
El
telón de fondo del poema, la blancura de su ámbito, la súbita mancha fraterna y
roja sobre la camisa nueva, resulta aún más terrible porque no acude al
expediente de la crónica periodística. Es, con “Llanura de Tuluá”, de Fernando
Charry Lara, uno de esos poemas indelebles en las páginas dolorosas de nuestra
interminable autofagia.
El
tema de la violencia, que ojalá solamente fuera un tema, en “La serena hierba”
nos deja altos momentos. Cuando el poeta menciona y confronta la muerte pone en
evidencia que tiene dolidos tratos con ella desde niño, que parece conocerla
bien desde la infancia como se conoce al viejo e incómodo pariente que decide visitarnos a horas
inadecuadas, sin ningún aviso.
Así
lo afirma en el excelente perfil que le hiciera recientemente Jorge Caraballo
Cordovez en la revista “Arcadia”: “La violencia de este país ha marcado toda mi
vida. Uno no escribe lo que quiere sino lo que puede, y yo siempre he estado
atento a lo que pasa aquí, con la necesidad de decir algo, sobre todo ahora que
se quiere callar, que no quieren que se ahonde en el tema”. Lo sabe bien el
poeta. Y lo expresa en versos tan sentidos y verdaderos como el escrito después
del asesinato de su hermano Javier Benavides, un hombre ligado a su comunidad
con lazos muy fuertes de fraternidad y resistencia civil. En el mismo perfil
señalado, el poeta recuerda “cuando a los cuatro años” vio por vez primera a un
muerto: “Una mañana, en la colina del frente, levantaron una bandera blanca
sobre una casa, señal de que alguien había fallecido”.
Coda:
Sólo
me queda, poeta, desear que los heraldos blancos vuelvan a ser distintos a los
emisarios de todas las violencias. Y estos versos de Voltaire en celebración de
tu tocayo, el lírico y satírico latino: “¡Gocemos, escribamos, vivamos, mi
querido Horacio!”, amén.
Juan
Manuel Roca
Bogotá,
septiembre 4 de 2013
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NTC … ENLACES
*** 29 de octubre de 2013
Como
acabados de salir del diluvio. Horacio Benavides. No.96, Octubre 2013.
Colección un libro por centavos. U. Externado.
.
*** 30 de julio de 2013
Fotografía (9 de agosto de 2008) : MICRo de NTC …
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La serena hierba. Primera edición. 2011. Monte Ávila. Venezuela. Impreso y digital
http://www.monteavila.gob.ve/mae/catalogo-resultado-detalle.php?id=751
Primera edición, 2011, 213 pp.
ISBN 978-980-01-1841-2
La serena hierba. Primera edición. 2011. Monte Ávila. Venezuela. Impreso y digital
http://www.monteavila.gob.ve/mae/catalogo-resultado-detalle.php?id=751
Primera edición, 2011, 213 pp.
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