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VIENE y COMPLEMENTO DE
NTC .... 19 de junio de 2016
ESTACIÓN
RIMBAUD
(Al
espíritu de rebelión)
Por Juan Manuel Roca
Prólogo al libro
NTC ... agradece el aporte al autor y la autorización para publicarlo
Prólogo al libro
NTC ... agradece el aporte al autor y la autorización para publicarlo
I.
UN
MANOJO DE VOCES
De
Rimbaud se ha dicho todo, o casi todo, inclusive lo que no agrega nada a su
obra, a su vida y a su incalculable legado, pero todos los días tenemos
noticias suyas, reales o fabuladas. Cada vez que hay una certeza sobre Rimbaud,
gracias a sus múltiples rostros, se evade. Se evade de la civilización, sea
esto lo que fuere, de su familia, de su palabra, de la cultura togada, pero no
ha podido evadirse de la gloria, así la supiera sol de muerto, luna de
estercolario.
Su obra se evade de las
interpretaciones privativamente religiosas, ocultistas, políticas, nacionales
(“tengo horror a la patria”), simbolistas, historicistas, apocalípticas; pero
todas lo que hacen es señalar que el poeta de Charleville era una paradoja en
movimiento.
La tarea de reunir
esquirlas de lo que sembró en otros este irremediable contemporáneo del futuro
podría llevarse décadas y aún así no bastarían miles de legajos, anaqueles y bibliotecas del mundo,
para abarcar su prontuario.
Estación Rimbaud es un pequeño aporte a
esas pesquisas, a las diversas interpretaciones, para armar su gran
rompecabezas. Está dirigido, aunque no sea el único propósito, a nuevos
lectores. Es como una llave para abrir puertas que una vez cruzadas
difícilmente volverán a cerrarse.
A contravía de la
costumbre de los viajeros que compran guías de la ciudades a las que habrán de
viajar, este libro es como un mapa sin país, como un lugar sin una geografía
específica no obstante su vocación de Ahasverus, de trotacaminos, una
geografía, sí, que tiene muchos senderos y más huellas, incluida la sombra
mutilada del poeta, viuda de sí misma. Es extraño, y no mero fetichismo, que esa
pierna amputada de Rimbaud siga caminando en un centenar de poemas escritos en
todos los confines del mundo. Y que nos remita con dolor a esta imagen de
“Frases”: “He tendido cuerdas de campanario a campanario; guirnaldas de ventana
a ventana, y danzo”.
Paul Claudel, poeta
católico, diría de Rimbaud que era “un místico en estado salvaje”. “Espero a
Dios con verdadera gula” (“Mala sangre”). Pero, en verdad, el poeta parece
haber ejercido una especie de teogamia, de apareamiento con un dios pero
también con un demonio. Pero es Char, René Char, quien como siempre hace diana
y sintetiza sin duda lo que para muchos representa: “es el primer poeta de una
civilización todavía por nacer”.
Jacques Riviere lo ve
como a un nómada de sí mismo especialista en fugas: “el solo hecho de estar
situado en alguna parte, la simple estadía, son en sí mismos, lo bastante
espantosos para obligarle a huir”.
Henry Miller en un libro
(El tiempo de los asesinos), pregunta que “Si pensamos que sólo fue un
niño aquel que dio un tirón de orejas al mundo, ¿qué nos queda por decir? ¿No
hay acaso algo tan milagroso en la aparición de Rimbaud sobre la tierra como en
el despertar de Gotama o en la aceptación de la cruz por Jesucristo?... De
cualquier manera que se interprete su obra o se explique su vida, está más vivo
que nunca. Y el futuro le pertenece... aunque no haya futuro”.
Menos alentadoras son
las palabras de Desjouets, su viejo maestro escolar: “Nada banal germina dentro
de esa cabeza. Será un genio del mal o un genio del bien”.
A esto agregaría Ezra
Pound: “desde Rimbaud, ningún poeta en Francia ha inventado nada fundamental.
Hubo modificaciones interesantes, casi invenciones, meras aplicaciones”.
Rimbaud era un peligro,
alguien que pastoreaba los abismos y que quería “cambiar la vida”. Estamos
hablando de un gran poeta cuya obra fue escrita entre los catorce y los
veintiún años, que vivió con vértigo y con una intensidad que parece de
milenios.
Una pieza que nos queda
faltando para armar su rompecabezas: nos quedamos sin saber qué le diría su
noble y viejo amigo German Nouveau en la carta que nunca llegó a manos de
Rimbaud en Adén, pues ya hacía un par de años que había muerto.
¿Quién es German
Nouveau? Es un viejo camarada que destruyó sus escritos tras largas peregrinaciones
y despojos de asceta, alguien que como dijo André Breton en su Antología del
humor negro, “decide por humildad destruir su obra y pasar los últimos años
de su vida frecuentando las iglesias de Provenza con el espectro del beato
Labre, el santo con corona de piojos que ha elegido como modelo”. ¡Un santo con
una corona de piojos, nada lejano al espíritu de Rimbaud!
Grahamm Robb, otro de
sus muchos biógrafos, nos recordará el aserto de Albert Camus sobre el artista
rebelde en un texto donde afirmaba que Rimbaud es por excelencia “el poeta revolté
y el más grande de todos”. Mucho tiempo después, Octavio Paz señalaría un
franco y auténtico escollo dejado por Rimbaud a los poetas venideros. Luego de
leerlo, decía el poeta mexicano, da vergüenza seguir escribiendo. De todo esto
da cuenta Estación Rimbaud (“Al espíritu de rebelión”). Y de textos, de
cartas suyas y una muestra de poemas escritos en su memoria.
II.
LA LEYENDA
Es juego de niños
intentar armar el rompecabezas Rimbaud desde la historia o la leyenda. Que sea
cierto o no que a la sola mención de que querían erigirle una estatua, pidiera
fundirla para hacer pertrechos y dispararles a los franceses, solo afirma su
carácter libertario con sabor a Comuna, su rechazo a las naciones: “los blancos
desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar”.
(“Mala sangre”).
Que desde niño quisiera
convocar el imposible y amansarlo o apaciguarlo como a una bestia, podría
señalarse con un pasaje de su vida aldeana: aprendió historia en una alacena y
leyó con avidez al inolvidable Michelet. Un ejemplo de su lección de
imposibles: al momento de aprender a tocar piano de manera precoz, como todo lo
suyo, ante la negativa materna de alquilarle uno en la precaria Charleville de
entonces, optará por taracear un teclado en la mesa familiar, en el que tomara
lecciones de sí mismo. Luego aprendería de verdad a tocar un piano menos
invisible y más tarde olvidaría su estación musical. ¿No parece hablar esto de
su furor inicial por la poesía y de su súbita y pronta mudez?
Resulta más que
paradójico, enigmático, pensar que de ningún silencio en la historia de las
letras se ha hablado tanto. Resulta estruendoso que ese callar, que esa súbita
entrada en la mudez, haya producido tantas palabras, tantos alegatos e
interpretaciones. “Ya no se hablar” (“Mañana”).
A la edad de los juegos
animistas de los niños hablaba latín mejor quizá que el que se recita en las
pompas sacerdotales, que la lengua muerta de los pavorreales de sacristía (perpetuum
mobile). Esto parece hablar de una suerte de Paracleto, de una pequeña
llama que lo visitó para darle el don de las lenguas, incluida por supuesto la
lengua suelta del asco.
Bien se sabe que fue
quien sentó en las rodillas a la belleza y saboreó su amargura, su calcárea y
engañosa presencia, el que nos habría de dotar de un equipaje de dudas ante la
fatiga de la esfinge. Bien se sabe que la relación de la poesía con la vida es
disfuncional.
A los veinte años los
muchos que fue dejaron de serlo. Le entregó el relevo a un dios mudo y
menesteroso, a un ángel de la guarda leproso, si pensamos que la avaricia es la
lepra del alma. Guardaba entonces con la ambición del que cuenta rupias frente
a un espejo para sentirse más rico, monedas sonoras en su alforja. Ya era un
rey Midas al revés que convertía el espejismo del verbo, el desorden de los
sentidos y las aspiraciones de vidente en monedas de lodo. Pero su cuenta con
la poesía ya estaba saldada.
Hastiado de la carpa de
los poetas parisinos, de “semejantes pajarracos”, acude al llamado de las
llanuras africanas en su obsesivo deseo de acariciar la lejanía. Algunos de
esos “pajarracos” hubieran querido instalar en la modorra de buena parte de su
poesía un aviso que dijera: PELIGRO, VIDENTE EN LA VÍA o a lo mejor otro cartel
perentorio: ATENCIÓN, ¡TERRENO INESTABLE
Y PELIGROSO!, ante la aparición del impaciente de Charleville. Y es que, como
expresara Antonio Gramsci, “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en
aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.
¿A qué no se adelantó
Rimbaud? No solo se adelantó a la visión del tiempo de los asesinos, pues se
nos dirá que esos han sido todos los tiempos, sino también a la insurrección de
la mujer (“ella vivirá por ella y para ella”) y a “un siglo de manos”, no solo
avanzó en “pensar con las emociones y sentir con el pensamiento” (Pessoa) y a
desconfiar de los purismos y ensuciar la poesía de realidad.
Por la poesía dio su
vida, quizá ella fuera su droga más a la mano. Quizá bajo sus efectos haya
visto una mezquita donde otros solo veían una fábrica, o bebido “un enorme
trago de veneno” (“Noche de infierno”). ¿Qué veneno ingirió? No fue la cicuta,
tan socrática, ni la cantarella que los Borgias suministraban a placer en un
período que sin embargo llamaban “Renacimiento”, una ingesta que mezclaba
vísceras de cerdo y arsénico y que sacó a muchos mortales del mapa de Europa.
El de Rimbaud fue el lento veneno de un futuro entrevisto. “Regresaré con
miembros de hierro, la piel ensombrecida, la mirada furiosa: por mi máscara me
juzgarán de una raza fuerte. Tendré oro: será ocioso y brutal. Las mujeres
cuidan a esos feroces lisiados reflujo de las tierras cálidas. Intervendré en
política. Salvado” (“Mala sangre”).
Nada más premonitorio
que aquel pasaje de Temporada en el infierno, un libro que en un
comienzo se iba a titular Libro pagano. Era como si regresara del futuro con un “miembro de
hierro”, una muleta de rengo, con el cambio de piel del aire africano y el
cuidado de su hemana Isabel y de su madre, puestas en el papel de enfermeras
del “feroz lisiado”. Era como si se hubiera asomado al futuro como a un mapa.
Según Cintio Vitier Temporada en el infierno es un exorcismo, una
purificación con visos de alucinación, pero habría que reiterar que es también
un caso extrañísimo de videncia, de anticipación.
Su intervención política
ya estaba dada en muchos poemas. Rimbaud sabía que ni siquiera la luna es
apolítica, que no es la misma la que brilla sobre el patíbulo que sobre un lago
de cisnes o en la campiña francesa, que no es la misma la luna de Louise Michel
que la del gimoteo de Musset. De ahí su revuelta antisimbolista.
También se dio a la
tarea de fundar como Baudelaire una lengua que entremezclara el lenguaje
hablado con las más fulgurantes imágenes. Ni qué decir de su buen ojo para
captar el aire popular que se filtra de forma adelantada en los terrenos del
kitsch: “Gustaba de las pinturas idiotas, ornamentos de puertas, decorados,
saltimbanquis, enseñas, iluminadas estampas populares; la literatura pasada de
moda, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras
abuelas, cuentos de hadas, pequeños libros de infancia, viejas óperas,
estribillos bobos, ritmos ingenuos”, para luego inventar “el color de las
vocales”. (“Alquimia del verbo”).
Lejos está aún su viaje
a Arabia, tan bien descrito por Alain Borer (“Rimbaud de Arabia”), las noches
sofocantes de Harar, el robo del que es víctima en el comercio de armas por
parte del rey Menelik, gran señor de Choa. Un paria asaltado por un monarca no
es una fábula. Siguiendo la tradición de tantos reyes adictos al latrocinio,
Menelik se hace al botín del poeta mercader. Más lejos aún, está la muerte con
un ramo de flores de gasa en sus espigadas manos, esperándolo. Mira sin
impaciencia su necrómetro. Viste de enfermera de la caridad, se ajusta su
mandil en el corredor de un hospital para pobres en Marsella.
“La injusticia no es
anónima, tiene nombre y dirección”, diría Bertolt Brecht, y esto es algo que
desde siempre supo Rimbaud, de ahí su insolente dedo señalador untado en la
larga noche del hombre. Quizá humedecido en la misma tinta de calamar con la
que escribiera Lautreamont. Lo demás es silencio. “El reto de la modernidad
-anota Gramsci (“hay que ser absolutamente modernos” diría Rimbaud)- es vivir
sin ilusiones y sin desiluciones”. Es de esta materia el colofón de un rebelde,
un hereje de todo, hasta de sí mismo. “Le pueden robar su oro, pero nadie le
puede quitar un gramo de grandeza”, me dice mi compañero en esta aventura
editorial de homenaje a Rimbaud.
Como el perro temerario
que ladra a las olas al llegar a la playa y deja de hacerlo cuando el mar se
retira, cruzó el mundo con una tea encendida en mitad de la borrasca.
Juan Manuel Roca
Bogotá, abril 2 de 2016
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