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CANTOS SUELTOS
GIACOMO LEOPARDI
No. 137, Agosto 2017
Colección “UN LIBRO POR CENTAVOS”
PRESENTACIÓN
por el poeta
Bogotá, 2 de agosto de 2017
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El miércoles 2 de agosto, 2017, el poeta Álvaro Miranda hizo la presentación del libro. Leyó un hermosísimo texto en el cual se refirió al tercero de los rectores de la U. Externado, Ricardo Hinestrosa Daza, padre de nuestro anterior rector, Fernando Hinestrosa. Increíble que aquel intelectual de principios del siglo XX, le enseñara italiano a sus alumnos con textos de Leopardi. El doctor Hinestrosa Daza fue un políglota autodidacta. Ahora la Decanatura y la Colección rinden homenaje a estos dos intelectuales amantes de la poesía. Fue un gran acierto iniciar a nuestros lectores con Leopardi, uno de los clásicos italianos del siglo XVIII.
El miércoles 2 de agosto, 2017, el poeta Álvaro Miranda hizo la presentación del libro. Leyó un hermosísimo texto en el cual se refirió al tercero de los rectores de la U. Externado, Ricardo Hinestrosa Daza, padre de nuestro anterior rector, Fernando Hinestrosa. Increíble que aquel intelectual de principios del siglo XX, le enseñara italiano a sus alumnos con textos de Leopardi. El doctor Hinestrosa Daza fue un políglota autodidacta. Ahora la Decanatura y la Colección rinden homenaje a estos dos intelectuales amantes de la poesía. Fue un gran acierto iniciar a nuestros lectores con Leopardi, uno de los clásicos italianos del siglo XVIII.
En el fondo del espíritu hay
un Leopardi
Álvaro
Miranda
Cuando el automóvil del ex presidente Eduardo Santos
pasó frente al Castillo de Marroquín que se levantaba solitario sobre el
paisaje andino de la Sabana de Bogotá, metió su mano en los bolsillos internos
de su saco para buscar las notas que había preparado para dictar una
conferencia en el recién fundado Museo de Literatura ubicado en la hacienda
Yerbabuena el Instituto Caro y Cuervo.
Ya no había modo de devolverse para recuperar aquel minucioso trabajo que había
hecho. Improvisaría ante tal pequeño desastre. Al momento de recriminarse por
el olvido, manifestó que eso le pasaba “a las personas desordenadas y además a
quienes les va fallando la memoria”.
Cuando el auto paro frente a la institución, sintió la
fría brisa que en ese tres de diciembre de 1960 soplaba sobre los altos
eucaliptos. Lo recibió doña Isabel Lleras de Ospina, quien ese mis año había
sido nombrada directora del Museo. El embajador de Italia estaba presente con
otros italianos residentes en Colombia. Con un cordial saludo Eduardo Santos le
tendió la mano a muchos de los asistentes. Se congratuló de encontrar en
primera fila de la sala, a Ricardo Hinestrosa Daza, rector de la Universidad
Externado de Colombia.
Al ex presidente no le fallaba la memoria. Con 72 años
de edad era vital y memorioso. El poeta Giacomo Leopardi, era el personaje de su conferencia. ¿Y por qué
Leopardi? ¿Por qué un hombre de lides políticas como Eduardo Santos estaba
interesado en la lírica de un romántico del siglo XVIII? Ya iniciada la charla, el ex presidente dirige
su mirada a Ricardo Hinestrosa y le dedica la conferencia por ser su maestro de
italiano, quien lo puso en el camino de conocer y amar la poesía de la
península que se extendía entre el Adriático y el Egeo. Su evocación de
agradecimiento a Hinestrosa se remontaba a 1906, cuando un pequeño grupo de
amigos aficionados a la literatura le pidió que les enseñara italiano.
Santos continúa: “No pequeña parte de las cosas que
voy a decir aquí de Leopardi son, doctor Hinestrosa, recuerdos de nuestros
estudios, de las horas que dedicamos a saborear el arte infinito del poeta de
Recanati”.
Eran los años en que el ilustre hombre de Recaneti era
conocido por los hombres y mujeres de nuestro medio. Muchos sabían del Conde
Giacomo Leopardi, grande entre los grandes de las letras italianas, en la línea
lírica de Petrarca y Dante. En su caso, el amor platónico tenía en Silvia, a su
Laura y a su Beatriz como sus dos antecesores.
Más de cincuenta años de su vida los había dedicado Eduardo Santos a estudiar a Leopardi.
Lo declamaban aquí y allá, en todos las tertulias, en todos los centros
literarios. Se apoyaban en la traducción que de toda la poesía del italiano
había hecho el crítico Antonio Gómez Restrepo, ese hombre de letras que al
igual que de su par de Italia, pero con mejor suerte en su futuro de adulto,
pasó su infancia sin salir de su casa que era a su vez el colegio donde su
padre era dueño y rector. Santos recordaba como hacía unos años antes, Gómez
Restrepo había llegado a Italia al Palacio que había sido residencia del poeta
Leopardi, y en un gesto de admiración leyó dos poemas escritos por él.
En
las tertulias y círculos literarios, todos los poetas de la generación Centenario
de 1910 y los que siguieron como Los Nuevos con León de Greiff, sabían de los
secretos más grandes y más tristes de Giacomo Leopardi. Sabían que el poema “A
Silvia” no estaba dirigido a ninguna mujer de clase, esas que frecuentaban a la familia, llenas de títulos de nobleza
como duquesas, marquesas y condesas, sino que se trataba de Teresa Fattorini la
hija del cochero de la casa de su padre y que muere de tisis como si se tratara de un personaje de Alejandro Dumas.
De modo platónica Giacomo la ama y le escribe un largo poema que estremece los
sentimientos de la época. He aquí unas líneas:
“Silvia, ¿aún recuerdas/ aquel tiempo de tu vida
mortal,/ cuando la belleza resplandecía en tus ojos risueños y esquivos,/ y tú,
callada y absorta, el umbral/ de tu
juventud alcanzabas?// Resonaban las sosegadas/ estancias, y los
caminos entorno,/ a tu perpetuo canto,/ cuando en tus tareas te afanabas/ te
sentabas, tan complacida/ de aquel vago avenir que en la mente tenías./ Era el
mayo perfumado: y tú así/ solías transcurrir el día./
La lectura anterior corresponde a la invaluable selección, edición y
traducción de la antología Cantos sueltos que
hicieron de Giacomo Leopardi, el poeta italiano Vincezo Guarracino y Ana María
Pinedo López, para esta colección Un libro por centavos de la Decanatura
Cultural de la Universidad Externado de Colombia. Vale esta mención porque en
este pequeño volumen se da esa línea de relación que el poeta Leopardi marcó en
estética poética, en pensamiento filosófico y hechos de vida. Los tres
paradigmas mencionados consolidaron la existencia de Leopardi. El poeta de
Recanati pareciera que como forma de sobrevivencia frente a las múltiples
dificultades de su existencia, hubiera entendido la necesidad de anudar esos
tres niveles. Para entenderlo a él hay que integrar los tres espacios
mencionados: Vida, filosofía y poesía. Mirémoslo de esta forma: Un niño huérfano de madre que más
que vivir tiene que sobrevivir en medio de la riqueza familiar y después en el despotismo de los
suyos, en el mayor abandono y la pobreza
que lo obliga a refugiarse en la tristeza y la lectura. Su estado existencial que expresa cada vez
que escribe, ya sea filosofía o poesía, está dentro de la tragedia cierta, y no la postiza al estilo Schopenhauer o
los poetas malditos de alcohol con gotas amargas. Desde muy temprana edad, casi desde el prodigio de
hacer lo de adulto siendo niño, Leopardi jugó entre las dos aguas que la
tradición clásica había separado, filosofía y poesía: Son muchos los textos
donde trata de precisar la relación de estas dos disciplinas. En una carta del
3 de agosto de 1825 dirigida a su amigo De Bunsen, escribe:
“Le diré que en mis estudios, ya desde hace mucho
tiempo, no tengo otra mira que la de unir la bella y clásica literatura, con la
verdadera y sana filosofía, sin la cual todos los demás estudios me parecen
poco capaces no sólo de ayudar a los hombres, sino también de proporcionarles
placer duradero”.
Leopardi trata que aquellas inquietudes les lleguen
a los pocos con quien puede hablar en su familia, sus hermanos y entre ellos su hermana Paolina, a quien invita a que lea. Al parecer su
hermana era una persona inteligente aunque fea. Su fealdad
traspasó los siglos. Lo atestigua una adorable señora Marquesa, ya viejita y
pequeñita, que vivía en el segundo piso de la casa de Leopardi. El lector empedernido de Eduardo Santos, en esa tradición colombiana del siglo XX de
peregrinar a Recanati a buscar el fantasma de Giacomo Leopardi, recoge la
información y la trascribe así:
“La señora
Marquesa profesaba amor inmenso por el poeta, pero no a los demás. Refiriéndose
a la hermana Paolina
decía: ‘Era brutísima, feísima’-, mostraba un retrato que la sacaba
verdadera; terriblemente fea e inteligentísima
era sorella Paolina”.
La Marquesa,
la viejita con la cual había hablado Eduardo Santos, era fans del poeta de
Recanati. Fuera de él nadie más merecía su aprobación. La distinguida dama
había errado su apreciación sobre la hermana de Giacomo, ese joven ratón de
biblioteca que desde niño se había refugiado en los libros de su palacio. El
joven Giacomo le ha escrito a su hermana para que siga sus pasos de lector.
Ella lee y entiende lo que lee, porque de contrario no le hubiera escrito que
la filosofía “…no me ha sido enseñada ni por los libros, ni por estudio”.
De milagro el
poeta sobrevive a la miserable vida a la que lo tienen condenado su padre el
Conde Monaldo y la bruja de la quinta esposa de éste, la Condesa Adelaida
Antici, la misma que la abuela de su padre le pidió al Conde que no se casara
con ella. La pobre abuela de Giacomo sufrió mucho por ese matrimonio. Era como
si la abuela adivinara la pésima suerte que le daría Adelaida a sus nietos. La malquerencias que le da a Giacomo, los
desprecios que padeció de su padre que lo desheredó y lo llevó a la indigencia,
a la calle a pedir limosna, lo convirtieron en un ser introvertido, pero, en
contraste con ese silencio, se tornó en un ser de creación literaria con una
expresión infinita, con un sentido de diálogo amplio con él mismo y los demás a
través de la palabra escrita.
Además de ser
un devorador de libros, era un devorador de helados. La fascinaba comer helado
a toda hora, a la hora feliz cuando a los 22 años pudo viajar a Nápoles y liberarse
de su casa donde lo tuvieron preso sus padres para que nunca pasara de la
puerta. Niño ilustre, niño prodigio cuyos artículos enviados a diferentes
academias de Europa, se tornaban en
temas que sorprendían porque todo lo pensado y escrito no era obra de un
adulto, sino de alguien que apenas alcanzaba los diez años de edad.
La poesía de
Leopardi hablaba, contaba su vida, su sentido, su forma de pensar:
“Aquí paso los años,
abandonado, oculto/ Sin amor, sin vida; y áspero a la fuerza/ Entre la multitud
de los/ malévolos me vuelvo:/ Aquí de piedad me despojo, y de virtudes,/ Y de
los hombres me hago despreciador,/ Por la vulgaridad que tengo cerca: y vuela,
en tanto,/ El amado tiempo juvenil; más amado/ Que la fama y el laurel, más que
la pura/ Luz del día, y el respirar: te pierdo/ Sin un deleite, inútilmente, en
esta/ Estancia inhumana, entre los afanes,/ De la árida vida, ¡oh! única flor”.
Su dolor de negación se sintetiza en su expresión: “Nací
de familia noble en la más innoble ciudad de Italia, Recanati”.
En Zibaldone, ese libro de reflexiones de Leopardi
que podría traducirse como, “revoltura” o “sancocho” como decimos en Colombia, nos
deja ver temores, ilusiones perdidas y sentimientos encontrados que lo hacen único
en medio de una villa que apenas era mediana, ubicada en la región de Marcas
que era para entonces parte del Estado
Pontificio.
Odia y sabe por qué odia. Reflexiona sobre esta
pasión: “El individuo odia al otro individuo y el odio hacia los otros es una
consecuencia necesaria e inmediata del amor a sí mismo, siendo éste innato,
resulta también innato en todo viviente el odio hacia los otros” (Zibaldone,
30.3 – 4.4.21; 872).
Múltiples amores platónicos llevaron a Giacomo
Leopardi a buscar en el lenguaje un hecho estético. En cosas del amor no le
interesaba la realidad o como diría Jorge Luis Borges, “a esa cosa que llamamos
realidad”.
Hizo un altar metafísico con todas las mujeres
que pasaban frente a sus ojos para escribir los más sublimes cantos de amor del
romanticismo de entonces. Se detenía en aquellas que le eran más inalcanzables
por la fugacidad de su presencia, aquellas que ocasionalmente se encontraba y
cuya condición social humilde las haría fugaces en
una sociedad cerrada. Decía amar a aquellas mujeres que venían de
sectores humildes y que él en su deseo proyectaba acercarse y saludarlas. Pero
una vez se deba la oportunidad, se escurría de su presencia como un perrito
tímido. El mismo se censuraba al escribir: “Pero que tonto eres; ella no piensa
en ti sino en otras cosas y, además, francamente, a ti no te importa mucho.
Mira que no has intercambiado con ella nunca ni una palabra”.
Lo paradójico estaba en que sus poemas de amor
conquistaron a cientos de mujeres y de hombres y enamorados que lo leían en
todas las partes del mundo. Se enamoraban, se casaban, se besaban o hacían el
amor leyendo los versos del casto Leopardi, el mismo que en vida era rechazado
y obligado en vivir en timidez. Permanecía en encierro sin poder huir ante el desprecio
y la persecución paterna, por su joroba, por los puyazos de alacrán de la avivata y
acumuladora de riquezas de la Condesa Adelaida Antici. Pero una vez muere en Nápoles en 1837, a los
39 años de edad en compañía de su fiel amigo Antonio Ranieri, que lo cuida en
la enfermedad, su admiradores comienzan a crecer hasta que es elevado al altar
de la poesía por sus cientos de lectores. Eduardo Santos sabe, con mucho
orgullo, que él hace parte de aquella romería de visitantes que quieren conocer
más de la vida y obra. El ex presidente lector comenta como después de la
muerte de su portentoso hijo, la Condesa no deja de manifestar sus
malquerencias a su hijo. Santos comenta en su conferencia de Yerbabuena “Quince
o veinte años después de la muerte de su portentoso hijo, fue a visitar su casa
natal un numeroso grupo de estudiantes idólatras del poeta, cuya fama crecía
todos los días. Los recibió de pie la señora Condesa y al verla un joven
exaltado se arrodilló y exclamó: “¡Dios bendiga a la madre de un joven que dio
tal gloria a Italia!”. La condensa murmuró: “Que Dios lo perdone…”, y haciendo
leve reverencia se retiró, secamente. Comentaba Carduci indignado: ´Si al menos
hubiera dicho “que Dios lo haya perdonado!”
La Condesa no cedió nunca, no comprendió nunca”.
Igual que San Juan de la Cruz, el Carmelita de la orden de los Descalzos,
sufrió sus últimos años de vida los vejámenes y burlas de sus hermanos los
Carmelitas Calzados, Giacomo Leopardi pudo vencer todas las mezquindades de sus
semejantes con la palabra escrita. Pareciera que ante ellos dos, el español y
el italiano, apareciera Virgilio para consolarlos con estos versos: “Iban
oscuros bajo la solitaria noche por la sombra”.
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Cantos sueltos. Giacomo Leopardi. No. 137. Agosto 2017. Colección “UN LIBRO POR CENTAVOS”. Universidad Externado de Colombia. Decanatura Cultural. NTC ... Edición digital-virtual
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